Puedo contar ya unas cuantas mochilas entre nosotros, rumbo hacia Oleniok. Entre sus portadores resulta muy reconfortante la presencia de los leales -es un alivio ver cómo los que ya llevan andados contigo otros caminos y otras peleas, no se han cansado aún de estar ahí-, pero también la de caras que hasta ahora no me resultaban conocidas y que han aparecido de pronto, en medio del bosque, dispuestos a empujarnos con su aliento hasta la última parada de nuestro extraño viaje.
Cada vez que giro la cabeza y veo a alguien nuevo entre nosotros mis piernas, algo entumecidas a veces de tanto caminar, pierden peso, recuperan brío, avanzan más veloces. Es al verlos cuando, como un Fabe cualquiera, recupero íntegra la fe, me vuelvo a convencer de que Oleniok está al final del camino, esperando paciente tras el grueso manto de niebla, si es que somos capaces de manetener la constancia suficiente como para no cejar.
Déjenme hablarles, de entre todos ellos, de una persona en particular: una mujer, de nombre Delicias -sí, como el jardín, o también como un restaurante de carretera en el viejo Castillejo de la Mancha al que sus padres le dieron el mismo nombre hace ya sesenta y tres años-. La vida nos llevó a Deli y a mí al mismo punto hace tres años y con el tiempo nos hemos hecho amigos. A dos años de su jubilación, a dos años de liberarse de todas sus deudas, a dos años de alcanzar una tranquilidad por la que ha trabajado a lo largo de toda su vida, hace poco me enseñaba con cara de infante traviesa, como la del niño que disfruta de su culpabilidad al pensar que ha hecho algo que no debía, una camisa que se había comprado por el prohibitivo precio -al menos para ella- de 12 €... Por supuesto, ya sé que ahora mismo ustedes ya ven venir el final de esta historia, pero no sean malvados, déjenme contarla, déjenme quedarme a gusto.
Decía que Deli y yo con el tiempo nos hemos hecho amigos. Pero eso no es mérito mío, sino suyo. No es difícil hacerse amigo de Deli. Es una bendición para la autoestima de cualquier persona, pues tiende a ver las virtudes ajenas multiplicadas por diez, o por veinte, o por mil. De hecho si las cosas que ella piensa de mí fueran ciertas, yo ya debería ser millonario, y haberme acostado con el casting completo de "Los vigilantes de la playa" y otras series de nivel estético similar. Recuerdo una vez que, para mejor orientar mi carrera profesional, me sugirió que llamara a Antonio Banderas para que me pusiera en contacto con Steven Spielberg, ya que, al fin y al cabo, todos éramos colegas, y, oye, ni uno ni otro tendría inconveniente en atenderme como yo me merecía. Obviamente, si no podía localizar a Antonio Banderas, me aconsejó que llamara a su madre, que vivía ahí al lado, en Málaga, y que seguro que era una señora muy sencilla que estaría encantada de poner en contacto a su hijo con un servidor.
Supongo que fue debido a estos antecedentes que me sorprendió cuando el día qué le conté de qué trataba "Fabe y Verno", con sus palizas, su perro muerto, su descuartizamiento e ingesta posterior incluídas... me mirara indignada: "¡Pero eso es una porquería! ¡Tú no puedes hacer algo así! ¡No la va a ir a ver nadie! ¡Con lo que tú vales cómo vas a hacer eso! " Y desde entonces me pone cara de asco cuando le cuento algún detalle de la historia.
Este fin de semana pasado me puso 20 € sobre el mostrador del pequeño almacén del bar en el que trabajamos juntos para que lo gastara en el corto... A mí me agrada suponer que la gente que decide colaborar en el proyecto es porque le gusta, porque cree en él, porque quiere ver el resultado final en una pantalla, como ya he dicho en más de una ocasión. De esa forma me contento pensando que sí que puedo ofrecer algo a cambio a la persona que me brinda su apoyo: la historia terminada. Pero está claro que ése no es el caso de Deli. Lo que ella hizo fue darme un dinero que no le sobra por cariño.
En fin, entiendo que a todos ustedes esto les pueda parecer una tontería. Pero entiendan también que yo cogiera el billete del mostrador con mucho cuidado, como si me hubiera poseído el absurdo pensamiento de que cualquier movimiento brusco iba tal vez a romperlo... y que no pudiera evitar quedarme ahí como un pasmarote, contemplándolo unos segundos en mi mano, antes de doblarlo por la mitad, lenta y respetuosamente, para guardarlo en el bolsillo.